lunes, 8 de diciembre de 2008

Memoria Roja


Memoria roja*

Horacio Guadarrama


“En muy pocas ocasiones —dice el novelista Fritz Glockner, autor de Memoria roja. Historia de la guerrilla en México (1943-1968) —el historiador admite o explica los motivos por los cuales ha decidido investigar tal o cual pasaje histórico o hecho del pasado. En mi caso los motivos son obvios.” En efecto, generalmente, en los sesudos proyectos de investigación que presentan a las instancias académicas para justificar el estudio de tal o cual proceso o hecho histórico, es muy raro que los historiadores “profesionales” expliquen las razones personales o íntimas por las cuales se han interesado en determinada temática. Se argumenta, en todo caso, que dicho proceso o hecho histórico no ha sido lo suficientemente abordado hasta ahora, y que por lo tanto es necesario estudiarlo para intentar explicarlo y comprenderlo en toda su complejidad; para proponer, en fin, una interpretación del mismo lo más objetiva que esto sea posible. Para Glockner, en cambio, esto no es así: la historia de los movimientos armados en México está indisolublemente ligada a su estirpe, a su vida, a su alma, a su sangre, desde que aquel miércoles 20 de febrero de 1974, a través del noticiero Veinticuatro horas, que conducía el inefable Jacobo Zabludowsky —símbolo entonces del periodismo por televisión servil al Partido Revolucionario Institucional (PRI) hecho gobierno—, la familia Glockner descubriera azorada que el jefe de la familia, Napoleón Glockner Carreto, desaparecido dos años y medio antes, era actvista comprometido de las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), raíz del hoy celebérrimo Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). “El chiste es que cuando la historia toca tu puerta y se mete sin pedir permiso —asegura el autor de Veinte de cobre—, te avasalla, te restriega un torbellino en plena cara y te obliga, de alguna manera, a involucrarte en el tema.”
Otro aspecto que de entrada cabe advertir es que, Memoria roja, producto de veinticinco años de investigación, posee una virtud poco común en estos tiempos neoliberales de becas y apoyos, “pilones”, sistemas nacionales de investigadores y creadores y demás parafernalia puesta en marcha desde el salinato por la Secretaría de Educación Pública (SEP), el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y demás instancias gubernamentales a través de las instituciones académicas y culturales, federales y estatales, disque para lograr la “excelencia” y la “independencia intelectual”: “Por fortuna —aclara sin ambajes el autor de Cementerio de papel— ni este libro ni la investigación del mismo se debe a la financiación de ningún tipo de organización política, social, de educación superior, organismo no gubernamental, o gubernamental, medio de comunicación, beca o instancia, como ha sido el caso de varios libros sobre el tema que actualmente han circulado, razón por la cual algunos le deben sus argumentaciones, hipótesis, análisis o interpretaciones históricas al que paga”. Lo cual, desde luego, no significa que Memoria roja no sea un libro serio y riguroso en su manufactura: para escribirlo, Glockner revisó una amplia bibliografía, hemerografía y documentación y realizó un sinnúmero de entrevistas con personajes involucrados directa o indirectamente en la guerrilla: “El objetivo —explica el escritor— simplemente es el de lograr construir los hechos, las interpretaciones que permitan el juego de espejos entre el ayer y el hoy de esa historia disimulada pero cuyos efectos, repercusiones y consecuencias es imposible seguir ignorando”.
Memoria roja es desde ya un libro fundamental sobre la historia reciente, inmediata de nuestro país. Es una crónica puntual, reveladora, sin concesiones que rescata los orígenes y las vicisitudes, las razones y las acciones, las uniones y las escisiones, los sueños y las pesadillas, las alegrías y las tristezas, los triunfos y las derrotas de los principales grupos armados que surgieron en nuestro país ante la miopía y cerrrazón de los gobiernos emanados de la ya entonces caduca Revolución mexicana, que, de tanto repetirlo y repetírselo a sí mismos, se creyeron el cuento del “milagro mexicano”, según el cual México era, por obra y gracia del desarrollo estabilizador, el mejor de los mundos posibles, donde todo marchaba sobre ruedas, donde no había lucha de clases, donde convivían sin problemas latifundistas y campesinos, empresarios y obreros, gobernantes y gobernados; luego entonces, arguían con la boca llena políticos prepotentes, burócratas encumbrados, intelectuales orgánicos, líderes charros y periodistas vendidos, ¿cómo se atrevían esa bola de locos, desarrapados, enfermos, integrantes de aquellos grupos radicales, a poner en peligro la estabilidad económica, social y política del país que tanta sangre le había costado al pueblo de México?
Memoria roja es un mentís seco, contundente no sólo a la historia de bronce u oficial, cada vez más acartonada, sesgada y aburrida, que se sigue enseñando por desgracia en las escuelas primarias, secundarias e inclusive preparatorias, sino un recordatorio a la historia de corte académico que no ha sabido ponderar lo suficiente la trascendencia de esta temática en la tarea de explicar y entender el movimiento estudiantil del 68 y la subsecuente guerra sucia que el Estado mexicano le hizo a los grupos guerrilleros que surgieron posteriormente en varias entidades de la república mexicana. Hoy, a 40 años del 68, esta obra deja en claro que si bien esta gesta estudiantil marca un antes y un después en la historia moderna de México, tanto en lo político y social como en lo cultural, ésta no representa el principio sino la continuación de las luchas de los grupos armados que, desde la década de 1940, pondrían en entredicho el omnímodo poder de la otrora feliz familia revolucionaria: “El movimiento estudiantil del 68 —asegura Glockner— es parteaguas, es paralizador y activador, pero no es el punto de arranque, porque Genaro [Vázquez], Lucio [Cabañas], [Arturo] Gámiz, [Pablo] Gómez, [Ruben] Jaramillo, [Pablo] Alvarado, [Víctor] Rico Galán, [Oscar] González Eguiarte, [Salomón] Gaytán e incluso [Fabricio] Gómez Sousa y sus compañeros en Moscú traen de tiempo atrás otras historias, otro origen, otras ganas, otra visión, a pesar y como parte de lo que es, fue y será el 68”.
Como bien señala el autor, para el estudiantado del 68, cuyo amplio abanico ideológico incluía maoístas, leninistas, guevaristas, troskistas, marxistas y anarquistas, los principales actores, idearios y acciones de esos grupos guerrilleros ya eran referencia obligada a la hora de discutir el presente y los destinos de nuestro país en las casas, cafés, aulas, asambleas. Para entonces, por ejemplo, entre los clubes, sectas y grupos estudiantiles, las luchas del líder campesino Rubén Jaramillo contra los caciques y terratenientes en las urnas y con las armas; su famoso Plan de Cerro Prieto, cuyo objetivo central era el rescate de los principios olvidados y traicionados del zapatismo; la experiencia comunitaria impulsada por este líder campesino, con ciertos tintes socialistas, en los cerros de Michapa y El Guarín, conocida como campamento Otilio Montaño, y desde luego, el salvaje asesinato de aquél junto con su familia en las cercanías de las ruinas de Xochicalco, allá en la tierra de Emiliano Zapata (Morelos), eran harto conocidos.
Como también era ya bien sabido entre aquella heterogénea juventud mexicana el frustrado ataque al cuartel de Madera, allá en la lejana tierra de PanchoVilla (Chihuahua) —dominada asimismo por los latifundistas y acaparadores de tierras—, realizado un 23 de septiembre de 1965 por el Grupo Popular Revolucionario (GPR), cuyos integrantes —estudiantes normalistas y maestros encabezados por el profesor Arturo Gámiz y el doctor Pablo Gómez (“drogadictos ideológicos” los llamaría después el entonces ideólogo del PRI, Jesús Reyes Heroles)— una vez caídos bajo las balas del Ejército Federal, serían enterrados en una fosa común por órdenes del tristemente célebre gobernador de Chihuahua, general Práxedes Giner Durán (“... querían tierra, pues tierra les vamos dar hasta que se harten”, fue la orden terminante de este brutal ex soldado de la Revolución mexicana, de quien sus detractores decían que cuando, en medio de la batalla, “escuchaba que alguien gritaba ‘fuego’, prendía un cerillo”).
No menos conocidas entre las agrupaciones estudiantiles eran las luchas de los maestros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas en pro de los trabajadores agrícolas, en Guerrero, primero por la vía legal y después a través de las armas, ante la feroz represión del gobierno estatal —encarnado, entre otros, por el general Raúl Caballero Aburto, de infausta memoria—: Cabañas con su Partido de los Pobres y Vázquez con su Consejo de Autodefensa del Pueblo, finalmente transformado en Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR).
También estaban frescas en la memoria de aquellos jóvenes estudiantes, la desarticulación entre 1966 y 1967, por parte de la nefasta Dirección Federal de Seguridad (DFS) —principal brazo represor del Estado mexicano desde 1947, especializado en tácticas de infiltración y de espionaje de los movimientos populares—, del Movimiento Revolucionario del Pueblo, encabezado por Víctor Rico Galán, periodista de origen español, articulista de Política y Siempre y “guevarista convencido”; del Estado Mayor del Movimiento Guerrillero 23 de Septiembre, uno de los dos núcleos guerrilleros herederos directos del Grupo Popular Revolucionario, lidereado por Pedro Uranga, y del Grupo Che, al frente del cual estaban Pablo Alvarado y José Luis Calva Téllez.
El mismo año de 1968, en pleno movimiento estudiantil, serían capturados en la sierra de Chihuahua, y luego torturados y asesinados por el Ejército Federal, los miembros del Grupo Popular Guerrillero Arturo Gámiz —derivado también del núcleo armado caído en Madera—, comandado por Óscar González Eguiarte.
Por supuesto, en ese “hervidero de ideas” que eran las universidades” en 1968, constituían también “motor[es] generador[es] de conciencia social” los movimientos de maestros, ferrocarrileros y médicos, por sólo citar los más combativos, cuyas peticiones de mejoría de sus condiciones de vida y de trabajo tuvieron como única respuesta del Estado mexicano el desprestigio y tergiversación de sus fines en los medios masivos de comunicación, la represión y el encarcelamiento de sus líderes, quienes junto con los guerrilleros presos eran ya conocidos en el ámbito de la izquierda como “presos políticos”: [...] en las cárceles —anota Glockner— ya se comienza a hablar de presos de conciencia. [...] no son sólo los ignorados líderes de los movimientos sindicales, gremiales o sociales, sino que también han llegado al Castillo Negro de Lecumberri, hombres cuya acción, ideología y actos tienen que ver con una apuesta abierta al socialismo”.
Ahí estaban también en el ambiente que se respiraba en el 68, a manera de telón de fondo de esos movimientos armados, sindicales y populares, pasados y presentes, la Guerra Fría, las revoluciones rusa, china y sobre todo la cubana ―cuyos líderes, por cierto, nunca apoyaron a los grupos guerrilleros bajo el pretexto de que México era “un país amigo”—, así como la paranoia del Estado mexicano ante un supuesto complot del comunismo internacional que estaría detrás de aquellos movimientos e intentando sabotear no sólo las sacrosantas instituciones surgidas de la Revolución mexicana sino, en concreto, las Olimpiadas, que iban a ser la carta de presentación de México ante el mundo civilizado.
Así pues: “La tierra está abonada, el camino allanado —comenta Golckner a propósito de este momento clave de nuestro devenir histórico—, han terminado los movimientos cuyo origen tiene que ver con una relación umbilical con el problema del reparto agrario. Una nueva generación ha comenzado a actuar en busca de la nueva revolución, con todo el bagaje ideológico por delante. Mientras que en el resto de América Latina la llama ya se encendió, en el caso de México se están dando apenas los primeros pasos de esa historia oculta, soterrada, ignorada”.
En un país como México, donde no existe una tradición de reflexión colectiva y de debate público sobre los temas nodales de su acontecer histórico, fuera de una elite de intelectuales y académicos, a pesar de los inminentes aniversarios de la Independencia y la Revolución —que al parecer serán secuestrados por los gobiernos federales y estatales, y transformados ambos en un show mediático más, donde habrá probablemente más fuegos de artificio que un balance crítico sobre ambos hitos de nuestra historia (la reciente renuncia de Guillermo Tovar y de Teresa, ex presidente de Conaculta, a la cordinación nacional de los festejos de tales aniversarios no parece augurar un futuro halagüeño en ese sentido)—, Memoria roja es, en definitiva, un libro refrescante, revitalizador, a contracorriente, que nos obliga a repensar nuestro pasado cercano, pero también a cuestionar nuestro presente, germen permanente de nuestro futuro como Estado-nación, cuya sobrevivencia, en estos días infaustos, ominosos, está más que nunca en entredicho.
Dentro de esta oleada de movimientos armados del siglo XX, el movimiento estudiantil del 68 y la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, con toda la carga histórica que sin duda poseen, son apenas un paréntesis, un alto en el camino: “El cuaderno rojo tiene todavía muchas hojas por escribir —advierte el autor al final de la obra—, pues las cicatrices de la historia están por sanar aún, para arribar a lo que posteriormente serán Los años heridos”, próxima obra donde Fritz Glockner nos contará muy pronto, en su singular y comprometido estilo, la continuación de Memoria roja.

Horacio Guadarrama Olivera

* Texto leído durante la presentación del libro Memoria roja. Historia de la guerrilla en México (1943-1968), de Fritz Glockner (Ediciones B, México, 2008), realizada en el marco de la Feria Internacional del Libro Universitario (FILU), en Xalapa, Veracruz, el 18 de septiembre de 2008.

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